domingo, 1 de enero de 2017

En busca de la identidad mexicana

Fotografía: Manuel Vergel López.
Centro histórico de Saltillo, Coahuila.
La idea de este pequeño ensayo surgió después de visitar la ciudad de Monterrey, Nuevo León; Saltillo, Coahulia y una comunidad llamada Ojo de Agua en el mismo estado norteño; también contribuyeron fuertemente mis anteriores viajes a Cuernavaca, Morelos, y varias ciudades y pueblos de Guerrero como Taxco, Tehuilotepec, Iguala, Teloloapan, Arcelia, Poliutla, San Miguel Tecomatlan, Chilpancingo, Chilapa, Tixtla, Zitlala y Atliaca muchos de los cuales (principalmente los últimos cuatro) aun conservan los lenguajes y costumbres de sus antepasados. Mi ultimo viaje al norte de la República, me hizo ver la diferencia cultural que existe entre lo que estoy acostumbrado a ver, oler, escuchar y comer en el sur con lo que me encontré en el norte, nuevos sabores, terrenos y acentos me hicieron darme cuenta de la pluralidad del país. Al ver el contraste que existe entre norte y sur, ciudades y pueblos indígenas y mestizos el tema de la identidad me acoso durante mucho tiempo, la multietnicidad que existe en todo el territorio mexicano me hizo replantearme la idea de nuestra nación.

Como una pluma en el viento, sin rumbo, a merced de otras fuerzas; como cúmulos de nubes en el cielo, uniéndose y separándose del resto continuamente, desvaneciéndose. Así yace el pueblo mexicano, cubriéndose con máscaras; como un niño perdido, temeroso e inseguro. ¿Cómo un árbol talado, hemos perdido la raíz? ¿Existe la mexicanidad? ¿Por qué un sureño se siente extraño en el norte, no es acaso su mismo país? ¿Por qué obligarnos a coexistir como un mismo pueblo? Si somos una nación multiétnica ¿Cuál es el objeto de homogenizar la cultura? Si ésta -la cultura- no es algo sólido, sino que se difumina a través del mapa, se corrompe, se mezcla, se modifica y se acopla a su tiempo.

La historia nace de la necesidad de buscar el origen, ya sea de un suceso, de una persona o de un pueblo. La memoria propia es la que nos distingue como individuo, el pasado personal es el fundamento de nuestra construcción ideológica, nos otorga una personalidad correspondiente a los aprendizajes adquiridos, crea estilos que nos distinguen del resto de los miembros de la comunidad, nos da identidad. Asimismo, sucede con un pueblo. Michel Foulcault menciona que la historia es:


[…] el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispersará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrá un día -bajo la forma de la conciencia histórica- apropiarse nuevamente de todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que se puede muy bien llamar su morada. [...][1]

Artistas: Aaron Pérez López y Jesús Teodoro Abrajan
Mural de las calles de Tixtla, Guerrero.
El pasado es entonces, el refugio de cada individuo, en donde encuentra todo aquello que por herencia le pertenece, ¿Qué sucedería con una persona que de repente olvidase su pasado? no recordaría quién es, ni tan sólo su nombre, no se sentiría parte de nada y aceptaría cualquier historia que le contaran sobre sí mismo; así es como entramos a las siguientes preguntas ¿Por qué hemos de llamarnos mexicanos? ¿Realmente este gentilicio representa a toda la población del territorio? ¿Cuántas versiones de la mexicanidad existen? Tan sólo el nombre “mexicano” es excluyente pues impone a la población el nombre de otra cultura que se desarrolló en la cuenca de México hasta el siglo XVI, y hace de ésta región la cuna de la llamada “mexicanidad”, ignorando al resto de culturas que habitan el territorio mexicano, como si fuesen menos importantes o incluso, como si no existieran, los nadie, de quienes habla Eduardo Galeano; imponiendo a los diversos grupos étnicos un nombre con el cual no se identificaron sus ancestros y quizá tampoco sus actuales miembros.

Hablar de identidad en un país como México representa varios problemas, pues al ser una nación multiétnica no puede existir un pasado homogéneo, si no que cada grupo cultural tendrá sus propias raíces, su propia versión de la historia y por lo tanto su propia identidad. Al no ser una sociedad homogénea y tratar de implementar un solo concepto de sentimiento nacionalista, los habitantes del país pierden la noción de su propia identidad, buscan su morada en diferentes máscaras, cayendo en los clichés de los prototipos flotantes de la identidad.

Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
El esfuerzo por implementar una identidad homogénea ha creado arquetipos falaces, inventando un catálogo anacrónico de la esencia nacional. El cine de oro mexicano creó un modelo con el personaje con el charro, un hombre alcohólico, machista, ostentoso y recargado en la hispanidad, características que quizá eran necesarias para el melodrama hollywoodense que insistía en el romance entre diferentes clases sociales, para lo cual también se crea a la mujer que padece por el amor inalcanzable, abnegada y cuyo único objetivo en la vida es contraer matrimonio.


La producción cinematográfica que concibe al charro “se cataloga de imperialista, burguesa, alienada y colonialista.”[2] El cine mexicano no sólo tomó la narrativa melodramática de Hollywood, sino que también imito la idolatría hacia las estrellas de cine, de ésta forma es como el charro y la mujer abnegada, extracciones de la burguesía -ambos, reflejo del pensamiento hispánico- se convierten en paradigmas de la identidad mexicana.

Por otro lado, y aludiendo nuevamente al discurso colonialista, el cine mexicano toma al indígena como objeto de burla, lo dibuja torpe en su andar, ignorante, exagera sus dificultades al hablar castellano y al acoplarse a la vida en la ciudad. Así, las costumbres y vestimenta indígena se convierten en objetos de mofa.

La inferioridad del indígena frente al hispano es la abstracción ideológica implementada por la retórica colonialista. Los castellanos del siglo XVI adaptaron a su entendimiento la naturaleza y las terminologías indígenas, “Nombrar, describir, y clasificar el mundo físico americano significaba apropiárselo.”[3] Los nuevos pobladores llamaron a la tierra americana el “Nuevo mundo”, nombre que dentro del ecúmene europeo es coherente pero no dentro del indígena, sin embargo, este concepto antinatural se ha reconocido como verdadero.

La cosmovisión indígena difería de la hispana, desde la conceptualización del vestido y la guerra, hasta la cosmogonía, es simple hacer esta consideración al recordar que el continente americano tuvo al menos 30 000 años de desarrollo cognitivo independiente, lo que hizo de la llegada de los castellanos una catástrofe no sólo física sino también, mental. La evangelización; el asesinato de la clase dirigente, es decir quienes se encargaban de mantener el registro de la memoria histórica y la imposición de una nueva cosmogonía y temporalidad dejó desamparados a los pueblos nativos, obligados a transmitir su historia de manera oral y a disfrazar en la cristiandad las practicas secretas de su tradición, práctica y religión que, dada la abstracción del conocimiento y asimilación del entorno, fue absorbida por sus herederos.
Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Xochicalco, Morelos.
El conflicto mental de la identidad nacional yace en este punto, es durante y después de la invasión europea donde existe la discontinuidad histórica que originó el problema de la identidad. Para el mundo indígena “[…] La derrota militar fue inmediatamente seguida por el aniquilamiento de su memoria histórica. […]”[4] acción que se realizó mediante la colonización del pensamiento; al renombrar a los indígenas con nombres cristianos y al ser cosificados por el propósito de la evangelización, los nativos fueron desposeídos de su identidad y amalgamados como un solo conjunto, pues ya no serían mayas, nahuas, huastecos o huicholes, ahora se les conocería simplemente como indios.

Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Estatua de Jesucristo hecha por manos indígenas
y colocada frente a la pila bautismal de la catedral
de Cuernavaca.
El bautismo es el medio por el cual roban al individuo su nombre vernáculo y le otorgan uno hispano del cual no sabe su origen ni significado, se encuentra en este problema el dilema de la identidad personal. Mixtli, tras ser bautizado bajo el nombre de Alfonso mira su reflejo en el agua y se pregunta a quién le pertenece el rostro que está contemplando.

Para los castellanos, llegar a América significo un descubrimiento, para los indígenas una invasión y el extermino de su memoria, cuestión que se comprueba con la versión de la historia que aún se imprime en los libros de texto, pues se enseña a ver el pasado desde la perspectiva, terminología y entendimiento del vencedor dado que aún se emplean y aceptan conceptos occidentales, antinaturales y de clasificación anacrónica, como parte de la enseñanza de la historia.

Dada la continuidad del lenguaje del conquistador en la enseñanza de la historia, los mexicanos contemporáneos toman partido en las luchas del pasado, cubriéndose con las máscaras del hispanismo o del indigenismo. La falta de la objetividad en la divulgación de la historia provoca que no se pueda concebir el pasado colonial como el sincretismo cultural que dio origen a nuevas sociedades mestizas que heredaron el pasado indígena, africano, asiático y castellano, este último con reminiscencias de la dominación musulmana que permean en la cultura mestiza del país.

La ignorancia de la historia y como tratarla hace a la población adjudicarse un papel participativo en la memoria histórica en vez de conceptualizarla como la construcción de sus fundamentos ideológicos. La formación histórica que se emplea en México, para quien no se dedica al estudio formal de la ciencia, es un relato lineal y sólido, subjetivo y obsoleto, por estas cuestiones, el pensamiento nacionalista se divide en quienes se asumen como conquistados o conquistadores.

El desconocimiento de la historia crea resentidos y soberbios, ambos: inseguros, frágiles y expuestos, siempre en una postura defensiva, el hispanismo y el indigenismo son máscaras de papel que pretenden ser armaduras frente a sables de acero. Así es como la historia mexicana se bifurca en diferentes versiones.

La coexistencia de dos versiones del mismo pasado era y es un problema importante para un Estado como el mexicano, heterogéneo en tantos sentidos: social, económico, cultural, racial. El grado de unidad nacional alcanzado, es producto del esfuerzo deliberado del gobierno desde la fundación de la nación, pero las resistencias han sido muchas. […][5]

La resistencia de la que habla Zoraida es la respuesta natural de cualquier pueblo ante el intento externo de reescribir su historia, pues es un ataque a su morada, su visión del pasado es lo que los distingue de los demás, “[…] la historia está viva y prosigue, que, para el sujeto atormentado es el lugar del reposo, de la certidumbre, de la reconciliación del sueño tranquilizador.”[6]

El hispanista niega la herencia indígena, se lamenta por haber nacido en un país latinoamericano, escudriña incansablemente en su pasado para encontrar algún vínculo de sangre entre él y España, se mira en el espejo sin comprender que es lo que contempla, se aferra a su apellido, a su color de piel, cabello u ojos como evidencia de su origen, sin embargo, el estigma de su nacionalidad le atormenta, dentro de su pensamiento no es de aquí, pero tampoco, aunque lo añore, es de allá.

El indigenista vive en el pasado, se asume como conquistado y al mismo tiempo como un héroe, pues considera que su deber es “rescatar” la tradición indígena, se encapsula en una burbuja xenofóbica considerando que cualquier cosa que no provenga de su país es una amenaza contra la identidad, relata la historia de la conquista con un vocabulario anacrónico, utilizando expresiones como “éramos” o “cuando nos conquistaron”, considera el pasado indígena como armonioso y exento de enfermedades o violencia y al hispano como el generador del caos, para el indigenista el mal es extranjero.

Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Mural del Ayuntamiento de Tixtla, Guerrero.
Jesús Hernández Jaimes remonta los orígenes de este conflicto ideológico al siglo XIX, tomando como base el antigachupinismo, que posteriormente se convertiría en hispanofobia.

[…] Al mismo tiempo fue configurándose un nacionalismo indigenista que idealizaba a las sociedades de la etapa prehispánica. Por supuesto, nunca faltaron voces reactivas que buscaban contrarrestar ese nacionalismo xenofóbico, así como reivindicar y exaltar la labor aculturadora de los conquistadores españoles. Para los hispanistas mexicanos, Cortés encarnaba dicha obra, mientras que los indigenistas eligieron a Cuauhtémoc […][7]

Ambas máscaras se nutren de la ignorancia, y alimentan la inseguridad, los portadores de estos arquetipos son frágiles y temerosos del mundo, son como gatos arrinconados, siempre a la defensiva. Alinear la identidad a estas dos posturas es ignorar las fuertes influencias africanas y filipinas en el país, no obstante, la mala enseñanza de la historia ha provocado de se crea que el hispanismo y el indigenismo son los únicos modeladores de la sociedad mexicana.

Sin embargo, como se ha planteado desde el comienzo, estos modelos de la mexicanidad -hispanismo e indigenismo- son ambiguos y carentes de fundamentos reales, pues ambas posturas insisten el purismo cultural, de lo cual Hernández Jaimes escribe:

 […] Los intercambios culturales son cosa corriente desde hace varios siglos, sin que destruyan necesariamente las identidades colectivas. Los purismos étnicos y culturales, además de absurdos, a menudo derivan en posiciones intolerantes y xenófobas.[8]

Como se dijo anteriormente, México es un territorio multiétnico, por lo tanto, a través de la región se encuentran diferentes versiones de la historia, varios encadenamientos, varias redes de interrelaciones para un solo evento histórico como es, la invasión y colonización europea “[…] En nuestro territorio conviven no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos. […] Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía. […]”[9]

Fotografía: Luis Armando Alarcón
Antiguas tradiciones de Guerrero. Culto al jaguar.
Chilpancingo de los Bravo, Guerrero
El pasado no es algo muerto, permea en el presente e influye en nuestras decisiones. Los actos de violencia, subyugación y discriminación racial que sufrieron los pueblos autóctonos de México durante la colonia aún tienen reminiscencias en el presente. Las heridas del colonialismo yacen reflejadas en el sentimiento de inferioridad que pulula entre los mexicanos al estar frente a un extranjero, en los arquetipos de “belleza” occidental, en el carácter defensivo y en el estoicismo.

Estos dos últimos aspectos, son vestigios de las herramientas mentales que se usaron para sobrevivir al colonialismo, son producto del miedo. Un miedo que se mantiene latente en los mexicanos, que se ha transformado en el miedo a la libertad, a quitarse las máscaras de los modelos de la mexicanidad, el miedo hace que no se siga adelante.

La sociedad moderna de México se constituyó hace 500 años y es el miedo lo único que ha conocido el país desde entonces. El colonialismo y las consecuentes guerras, ahora entre cárteles, han marcado el carácter de los mexicanos como estoico: el mundo es hostil, pero es mejor estar vivo bajo las condiciones que sean, que morir.

Sin embargo, también existe el miedo a develar la historia, a interrogarla y a escudriñar en ella, es más cómodo mantener arquetipos falaces que indagar en el pasado; es más sencillo homogeneizar la identidad nacional para evitar descubrir y destruir los mitos y monumentos que admitir que no existe un paradigma de identidad sino muchos, que no somos un solo pueblo, sino demasiados. Existe el miedo a considerarnos una nación sin un mismo pasado unificador.  

Una de las primeras lección en la enseñanza de la historia debe ser la de descolonizar el pensamiento, para comprender que las fronteras políticas no demarcan un área cultural real, sino que funcionan en relación a los intereses económicos de los mandatarios, la delimitación territorial disminuye o aumenta con tratados de comercio o con guerras, tratar de imponer u homogeneizar la identidad a una región demarcada políticamente no solo es absurdo, sino que también es incauto pues la demarcación política no determina donde termina una cultura e inicia la otra.

Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Cuartel de Zapata en Cuernavaca, Morelos.
La búsqueda de identidad nacional, de una sola memoria histórica unificadora, no es posible concebirla en un país multiétnico, pues incluso en el proceso de independencia y de revolución, México no actuó como una unidad, sino como diferentes grupos, cada uno de ellos con sus demandas y formas de hacer la guerra, Los maderistas representaban a la burguesía del noreste mexicano, los villistas a la clase trabajadora del norte de la República y los zapatistas a los campesinos del sur, sin embargo, en ninguna región existió el apoyo total a estas facciones por lo que surgían grupos de defensa contra los caudillos.

El modelo occidental de nación, cuya memoria histórica es la misma para la formación de la identidad colectiva, no funciona en los países latinoamericanos, pues la distribución de tierras la hicieron personajes que desconocían las cuestiones culturales del territorio, obligando a diferentes etnias que quizá rivalizaban entre sí, a coexistir como una sola unidad y bajo un mismo nombre. Para reinterpretar el mundo americano es necesario descolonizar el pensamiento.

El concepto de identidad nacional, no puede aplicarse en el territorio mexicano, por otro lado, identidades de la nación, es más congruente a la realidad cultural del país. Mitigar la voz del pasado, de los numerosos pueblos autóctonos bajo un único relato histórico, el cual ya ha sido manipulado por partidos de derecha y donde no se menciona la pluralidad étnica del país, sería atentar contra la diversidad cultural del territorio y condenar al olvido progresivo a las culturas autóctonas, africanas y asiáticas que no son contempladas en la memoria histórica de los vencedores. Florescano, menciona que:

[…] Si cada sociedad está organizada consciente o inconscientemente para asegurar su propia continuidad, podemos suponer, como dice Pocock, “que la preservación del de la memoria del pasado tiene como función asegurar la continuidad de valores y tradiciones arraigados en el pasado, y que esta conciencia del pasado es, de hecho, la conciencia de la sociedad sobre su propia continuidad y sobrevivencia”. Según esta interpretación, las naciones deberían tener variadas y plurales memorias del pasado, tantas como grupos étnicos moraron en su territorio. […][10]

Por lo tanto, admitir la pluralidad histórica del país es reconocer las diferentes identidades que coexisten de forma constante. Las ciudades, pobladas principalmente por habitantes mestizos, son el resultado de las interrelaciones culturales que tuvieron cabida en el pasado, entre diferentes grupos étnicos, autóctonos y extranjeros, y que continúan en el ininterrumpido proceso de aculturación con las nuevas y viejas sociedades que penetran física y mentalmente las fronteras del sur y del norte.
Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Tradiciones coloniales de culto al jaguar.
Chilpancingo de los Bravo, Guerrero.
Fotografía: Luis Armando D. Alarcón.
Matlachin de Saltillo, Coahuila.
Fotografía: Luis Armando Alarcón
Santa Prisca. Taxco de Alarcón, Guerrero.
Las comunidades autóctonas, que se establecieron en las afueras de las ciudades mantienen su identidad correspondiente a la memoria histórica heredada por sus ancestros, la cual puede ser antagónica a la concepción de la nación mexicana y no sentirse identificados con ella ni con los elementos del pensamiento mestizo, por consiguiente, sus tradiciones y valores, pese a tener relaciones históricas en común con otros pueblos, son distintos y únicos.
Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Trajes de tecuán para ritual de peticion de lluvias,
utilizado en Zitlala, Guerrero.



Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Senderos del Municipio de Tlalchapa, Tierra Caliente, Guerrero.

Fotografía: Luis Armando D. Alarcón
Fogón de una casa en el Municipio de Tlalchapa, Tierra Caliente, Guerrero.






[1] Foulcault Michel, La arqueología del saber, Siglo Veintiuno, México, 2015, p., 23-24.
[2] Silvia Escobar Juan Pablo, La Época de Oro del cine mexicano: la colonización de un imaginario social, Culturales, , vol. VII, México: 2011, núm. 13, p., 10.
[3] Florescano Enrique, Memoria mexicana, FCE, México, 2014, p., 258.
[4] Ibíd., p., 260.
[5] Zoraida Vázquez Josefina, El dilema de la enseñanza de la historia en México, Diálogos, vol. 6, México, número 1., p., 17.
[6] Foucautl Michel, óp. Cit., p., 27.
[7] Hernández Jaimes Jesús, Indigenismo vs Hispanismo-un falso dilema de identidad nacional, Relatos e historias en México, México: 2013, Número 60, p., 44.
[8] Ibíd., p., 46.
[9] Paz Octavio, El laberinto de la soledad, FCE, México, 2015, p., 27-28.
[10] Florescano Enrique, óp.. cit., p., 533.

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